viernes, 18 de junio de 2010

El Saramago que nos queda

Si José Saramago se ha llevado una sorpresa y al morir ha ido a alguna parte, seguro que se habrá sonreído al saber que la iglesia emitió un comunicado poniéndolo a caldo al saber de su fallecimiento. Mal hace la iglesia descalificando a premios nobeles de literatura en vez de dedicarse a arreglar problemas mayores que nada tienen que ver con humildes anciano cuya única arma tiene forma de pluma, bolígrafo o tecla de ordenador. A Saramago, que tanto se metió con la iglesia católica, se habría encantado tantas molestias por parte de los curas.
Descubrí a Saramago casi sin darme cuenta y también sin percatarme de ello, es uno de los autores que más he leído y que más me han influido en mi manera de entender este oficio. Y eso que aún me faltan las obras más emblemáticas de su repertorio. Sus Cuadernos de Lanzarote son un manual de cómo es la vida de un escritor consagrado y viene muy bien a aquellos que un día hemos soñado con ello para saber realmente cómo es ese día a día.
Sus ensayos, sobre todo el de la ceguera, son fabulas descarnadas de la realidad y ficción que apuntan mundos imaginarios que sin embargo están a la vuelta de la esquina, con personas ciegas porque no quieren ver, o lúcidas, porque realmente miran y escuchan con atención.
La muerte de Saramago me trae a la memoria un pensamiento que siempre tuve con este autor. Siempre lamenté que comenzara a escribir tan tarde. Con ese déficit estaba claro que a los que le seguíamos, nos iba a saber a poco todo lo que hiciera. No le iba a dar tiempo a saciernos con sus palabras. Nos debe quedar sin embargo el consuelo de que quizás si hubiera publicado antes, no habría estado tan preparado, tan maduro. Quizás uno publique cuando le toque y a él le tocó con sesenta años. Es lo de menos. Gracias José, por habernos regalado tu vejez, por tu lucidez, por tus evangelios, por tus años de muertes, por tus manuales, por tus caines, por tus cuadernos...

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